Homilía Jueves Santo – 2017

Homilía pronunciada por: Mons. Fray Gabriel Enrique Montero Umaña.

No cabe duda, hermanos y hermanas, que es ésta una gran celebración dentro de la gran sencillez porque es una eucaristía casi, casi, ordinaria; ninguna eucaristía es ordinaria pero por decir así, común y corriente. Dentro de esa sencillez se están realizando misterios muy grandes que son los grandes misterios de nuestra fe. De todas maneras el Señor quiso que así fuera, que las cosas grandiosas, que son las cosas de Dios y siempre son grandiosas, se realizaran en manera muy sencilla, muy humilde. La sencillez y la humildad, son dos características cristianas que el Señor Jesucristo nos enseñó y que quiere que también caractericen nuestra vida… la sencillez y la humildad… Dos cosas que nos cuestan ciertamente, pero dos cosas sumamente importantes, son claves incluso para saber vivir y para saber convivir.

Lo que celebramos hoy, todos lo sabemos y ya lo hemos dicho y lo recordamos ahorita, ni más ni menos que la institución de la Sagrada Eucaristía. Hoy, hace un poco más de dos mil años, se instituyó ese gran sacramento, sacramento admirable, sacramento extraordinario, sacramento único de la eucaristía. En ese mismo contexto el Señor Jesucristo instituye el Ministerio Ordenado, aquellos que en su nombre van a seguir realizando la transformación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor: los sacerdotes, el Ministerio Ordenado.

Y en ese mismo contexto, como lo leemos bien hoy, aunque sea con otras palabras pero es lo mismo, se instituye o él nos da el gran sacramento del amor. Tal como él quiere que lo practiquemos a partir de ese momento, es decir, a partir de él. Y estas tres cosas no son cosas separadas ahí, que surgieron ahí porque se le ocurrió instituir esas cosas ese día y no tenía nada que hacer y entonces inventó algo de último minuto, ¡no, no, no! Son tres cosas íntimamente ligadas. El sacerdocio ministerial no existe sino en función de la eucaristía y existe precisamente porque existe la eucaristía y el sacerdote es esencialmente para pronunciar en el nombre de Jesucristo las palabras de la consagración y para que sea transformado, no por el poder del sacerdote, sino por el poder de Jesucristo en el Espíritu Santo, que en ese momento se lo da al sacerdote, para transformar un pedazo de pan en el Cuerpo de Cristo y un poco de vino en su Sangre. De manera que entonces ahí ya vemos la conexión entre esos dos, el sacerdocio ministerial al servicio de la eucaristía y de todo lo que ella implica, claro. Y después el gran mandamiento del amor, que no es más que la razón por la cual el Señor se entregó a nosotros y nos dio a comer su Cuerpo y a beber su Sangre.

Nosotros todavía seguimos con cierto vocabulario allí en la Iglesia católica, un vocabulario cierto muy teológico, muy bien; pero muy abstracto, muy vago, muy poco comprensible. Usamos palabras poco concretas, el Señor aunque fuera con signos y símbolos orientales que nosotros no siempre entendemos, el Señor lo que nos quiso decir fueron cosas muy concretas, yo les entrego mi Cuerpo y mi Sangre ¿para qué?, nosotros diríamos pues para que puedan tener vida eterna. Pues sí, él mismo lo dijo y es cierto, es enteramente cierto. Pero en el contexto en que estamos hablando y en el contexto de aquellos gestos que él realizó ese día, nos entregó su Cuerpo y su Sangre para que pudiéramos poner en práctica el gran mandamiento del amor, tal como él nos lo enseñó. No hay ninguna otra razón. Él no entregó su cuerpo y su sangre y dijo tomen y coman y tomen y beban; no los entregó para que hiciéramos un rito y para que recordáramos una cuestión mental de un recordar a aquél, de una manera sentimental, nostálgica, le recordáramos a él o quién sabe qué y no entregó su cuerpo y su sangre ni siquiera para que teniéndolo como una especie de reliquia podamos adorarlo en la eucaristía, etcétera. Para eso no lo entregó, que esté claro, para eso no lo entregó. Eso no quiere decir que haya nada malo con adorar al Señor en la Eucaristía, desde luego que no, nosotros los católicos adoramos al Señor en la eucaristía, y debemos, pero no fue para eso que lo entregó. Entregó su Cuerpo y su Sangre para alimentar dentro de nosotros aquellos mecanismos que nos hacen capaces de cumplir el gran mandamiento del amor, tal y como él nos lo enseñó. Entonces se entiende el sacerdocio, entonces se entiende la eucaristía y entonces será posible cumplir el gran mandamiento del amor.

Una palabrita rápida sobre estos tres… acerca de la eucaristía, hay tantas cosas que tenemos que decir, pero en primerísimo lugar habría que decir, que el Señor instituyó la Eucaristía y nos dejó a comer su Sangre como una absoluta sorpresa. Nadie jamás se imaginaba, ni nunca él jamás habló, ni dijo yo les voy a dar a comer mi cuerpo y yo les voy a dar a beber mi sangre… y ustedes me dirán el obispo está mintiendo, porque en el capítulo seis de san Juan dice que mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida, entonces el obispo está mintiendo, ¡no!, yo espero que no; no se trata de mentir. El evangelio de San Juan tiene otra finalidad y tiene otra estructura y no trata de narrar los hechos así sincrónicamente, cronológicamente como están en los otros evangelios. No. Lo que trata de darnos es una catequesis eucarística, tal como se desarrolló en las primeras comunidades cristianas, las lógicas conclusiones que sacaron los primeros cristianos, de por qué el Señor nos había dado a comer su Cuerpo y a beber su Sangre. Que nosotros sepamos de los sinópticos, de los otros evangelios, nunca, nunca el Señor dijo yo les voy a dar a comer mi cuerpo y les voy a dar a beber mi sangre. Fue una total sorpresa en el clima más terrible que se podía haber imaginado, un clima de tristeza porque se estaba despidiendo de sus discípulos, un clima de tristeza porque sabía que uno de ellos le iba a entregar, un clima de tristeza porque sabía ya muy bien que todos le iban a abandonar, un clima de tristeza en general porque sabía lo que venía sobre su vida, lo que iba a pasar a partir de esta noche y mañana, ya él lo presentía… Un clima sombrío, un clima muy poco agradable.

Y dice San Juan hoy, en su relato del evangelio, que el Señor estando a la mesa con sus discípulos, sabiendo que había ya llegado su hora, él sabía muy bien que había llegado su hora y que no era la mejor hora de su vida… era la hora terrible, la hora terrible del sacrificio de su propia vida. Claro que también será la hora de la glorificación como él lo dice, porque ese es el momento en que el padre lo glorifica, pero es el momento de la mayor humillación, es el momento del mayor sufrimiento, es el momento de la entrega total de sí mismo. El evangelista dice sabiendo que debía pasar de este mundo al Padre, quiere decir que ese es el clima en que él va a hacer, lo que va a hacer… ¿qué fue lo que hizo?, lavó los pies a sus discípulos. Por ahora quedémonos con que ese es el rato que San Juan nos pone, en vez del relato de la eucaristía, en vez de narrar la institución de la eucaristía, como la narra Pablo hoy en la segunda lectura y como la narran los otros evangelistas, San Juan nos pone el lavatorio de los pies. Pero volvemos a la palabra que dice el evangelista, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo y a veces nosotros esa palabrita no nos pega, nosotros pensamos que el amor es cualquier cosa. No, el Señor nos dijo claramente con su vida, hay que amar y hay que amar hasta el extremo, porque si no se ama hasta el extremo, no es amor cristiano… Habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo y para demostrarlo, ¿qué hizo?, en los relatos de los evangelios instituyó la eucaristía, dio su cuerpo en comida y su sangre en bebida, que es lo mismo anticipadamente que lo que va a hacer el viernes, lo que va a hacer el viernes santo, entregar su cuerpo totalmente, entregarse en manos de aquellos que le van a dar muerte, porque ese es el gesto supremo del amor y lo dice el Señor muy bien en san Juan, nadie tiene mayor amor que aquél que da la vida por sus amigos. Ese es el sentido del amor cristiano. Qué lástima que haya cristianos hoy día y católicos que sigan diciendo que el gran mandamiento que el Señor nos dejó, es que amáramos a los demás como a nosotros mismos. ¡Qué terrible eso!, siguen diciendo, seguimos diciendo que lo que el Señor Jesucristo nos enseñó fue que amáramos a los demás como a nosotros mismos. ¿Para esto tenía que venir el Señor Jesucristo?, para eso no tenía que venir, ya existía en el Antiguo Testamento, es la formulación del Antiguo Testamento. Claro que la formulación que aparece en los evangelios: amen a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo, esa es la formulación del Antiguo Testamento y se queda muy lejos, pero muy lejos del Nuevo Testamento, es el mandamiento que él va a establecer hoy, Ámense los unos a los otros como yo les he amado, ya no se trata de amarles como a nosotros… y como nosotros nos amamos mucho a nosotros mismos pues hay que amar a los otros por lo menos igual que como nos amamos a nosotros. No. Eso es la norma del Antiguo Testamento y era buena y ya tenía mucho de bueno, pero se queda absolutamente lejos de la formulación del Nuevo Testamento. El mandamiento que el Señor nos dejó es ámense los unos a los otros como yo les he amado. Ahí está la gran pregunta, claro y la gran respuesta y ¿cómo nos amó?, y ¿cómo fue que nos amó? Nos amó hasta el extremo. Y ¿qué significa hasta el extremo? Llegó hasta el extremo de dar su propia vida por nosotros. De que a él no le quedara absolutamente nada porque perdió su vida, y lo perdió todo por nosotros, porque lo dio todo hasta la última gota de su Sangre. Y ¿cómo nos amó?, nos amó como lo dice la lectura de estos días, Llegando al final de su vida y teniendo que celebrar una cena junto con aquellos que lo iban a entregar, a vender, a traicionar, junto con aquellos… ahí estaba Judas, ahí estaba Pedro, ahí estaban los discípulos que le iban a abandonar, ahí estaban aquellos que no habían entendido nada de lo que él había querido enseñarles y sin embargo, en un clima de absoluta serenidad, en un clima de absoluta calma y de absoluta convicción y del amor más profundo que se pueda tener, en ese momento les entregó su Cuerpo para comida y les entregó su Sangre para bebida. ¡Increíble, absolutamente increíble! El evangelio de ayer decía que estaba a la cena ya con sus discípulos y que les dijo entonces, uno de ustedes me va a entregar y que ellos se entristecieron y no sé qué, y a lo mejor hasta lloraron y quién sabe qué… Señor, quién será, ¿seré yo?, ¿seré yo?. Y el Señor les dice, miren, aquél que moje su pan conmigo en mi mismo plato, ese es el que me va a entregar y la gran pregunta es ¿Señor, cómo es posible que hayas admitido entre ese grupo a aquél que te iba a entregar y a quien el día siguiente o la tarde siguiente, o esa misma tarde o noche le va a llamar amigo?, ¿cómo es posible que permitieras que aquél que te iba a entregar, iba a mojar su pan en tu mismo plato, iba a comer a tu misma mesa? Quisiéramos decirle, ¡Señor eso no se hace con un enemigo! y el Señor nos dice ¡sí, sí así se hace, así se trata a los enemigos!, en cristiano a los enemigos no se les odia, a los enemigos se les ama. Ese es el gran mandamiento, esa es la novedad del mandamiento del amor que el Señor nos enseñó. Nos amó teniéndole paciencia a Pedro, va a lavarle los pies dice hoy y entonces Pedro, como siempre metiendo la pata en todo y hablando y diciendo hasta lo que no sabía, Señor a mí no me lavarás los pies tú, ¿me vas a lavar los pies a mí?, a mí nunca me vas a lavar los pies. Bonita cosa como si estuviera haciendo una gran gracia, como si estuviera diciendo una gran cosa, estaba diciendo una estupidez, eso era todo y el Señor le dijo, mira Pedro si no te lavo no tendrás parte conmigo, ¿por qué?, porque entonces quiere decir que no participas en este amor que yo les estoy dando, para que se amen ustedes los unos a los otros como yo les he amado. Pedro empezó a medio entender y entonces le dijo, no Señor, si es así entonces lávame todo, pies y manos y todo, cabeza y todo, y el Señor dice, ¡no, no!, basta con lavarle los pies ya ustedes están limpios aunque no todos

Hermanos y hermanas habría que repasar todo el evangelio para contestar, cómo nos amó, cómo él nos amó, con cuánta paciencia trata a Pedro, con cuánta humildad trata a esos discípulos y con cuánta humildad infinita se entrega a ellos lavándoles los pies como un discípulo, como un siervo. Claro, con razón Pedro se escandaliza, con razón Pedro no quiere que le lave los pies; ¿cómo me vas a lavar tú los pies a mí? y el Señor dice: deja que lo haga, esta es la manera de dar testimonio del amor que quiero enseñarles. Otra vez también Pedro había metido la pata de las muchas que metió la pata, en que el Señor dijo que iba a padecer y no sé cuánto y él le dijo no Señor no, de ninguna manera, no te va a pasar eso, yo voy a dar la vida por ti, etcétera. Buenísimo para hablar, era buenísimo para decir tonteras y cosas y gracias a Dios que se convirtió después, que el Señor lo convirtió con el Espíritu Santo, porque Pedro era fatal, no, no te pasará eso jamás y el Señor le dice apártate de mí Satanás, tú piensas como los hombres y no como Dios, no has entendido ni papas, de lo que se trata esta cuestión.

Porque Pedro quería apartarlo de la Cruz y la Cruz era el medio que él había decidido para entregarse enteramente por nosotros y darnos ejemplo de cómo se debía amar, dando la vida por los demás.

Hermanos ahí está, ahí está claro, ya que nos dejó ese gran mandamiento del amor nos dice, lávense los pies los unos a los otros, si yo me pongo a pensar en eso tengo que decir que yo sepa en mi vida y que no son pocos mis años, jamás le he lavado los pies a nadie, ¡jamás!; como no sea porque alguien está enfermo o por alguna necesidad emergente, que yo le haya lavado los pies a nadie, ni creo que se los vaya a lavar en el futuro tampoco. Pero de eso no se trata. Todo parece indicar según los sinópticos que ni siquiera el Señor jamás lavó los pies a sus discípulos. A Juan no le interesa eso, a Juan le interesa decir que el Señor eso fue lo que hizo durante toda su vida, le lavó los pies a sus discípulos, porque se convirtió en su siervo, porque se puso a su servicio y a tal punto le costó haberse puesto a su servicio, que un día de tantos tuvo que dejarse que hicieran con él lo que les diera la gana, tuvo que dejarse que lo abofetearan y lo escupieran y que lo azotaran y que lo crucificaran porque hasta ahí llega el servicio y el amor a los demás.

Hermanos, el sacramento de la eucaristía no es otra cosa que el alimento para poder amar y ¿cuándo nosotros vamos a meternos en la cabeza esa frase?, porque yo la sigo preguntando y las respuestas que me dan son correctas pero son muy abstractas, ¿para qué nos dejó el Señor su Cuerpo y su Sangre? ¡Ah!, para que nos salváramos, para que tuviéramos vida eterna, así sí, todo muy cierto; nadie está diciendo que no, pero eso es muy poco concreto. El Señor nos dejó su Cuerpo y su Sangre para que pudiéramos tener dentro de nosotros los mecanismos que nos hacen capaces de amarnos como él nos amó. No hay ninguna otra razón por la cual nos dejó la eucaristía, que para que tuviéramos la fuerza de amarnos como él nos amó.

Que esta celebración de hoy, nos deje eso bien claro, que los discípulos suyos o que por lo menos pretendemos hacerlo, sin ningún mérito, que por lo menos nos esforcemos seriamente por ser aquellos en quienes brilla la práctica del gran mandamiento del amor, ayudados y sustentados y alimentados por la fuerza que viene de su Cuerpo y de su Sangre. Así sea.

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